5 - VIKA

Reyes Sacerdotes de Gor, los

Desperté a causa del suave roce de una pequeña esponja que me bañaba la frente. Aferré la mano que sostenía la esponja y vi que pertenecía a una joven.
—¿Quién eres? —pregunté.
Estaba acostado sobre una amplia plataforma de piedra de unos cuatro metros cuadrados. Bajo mi cuerpo había pieles espesas, y muchas sábanas de seda escarlata y sobre la plataforma, además, varios almohadones de seda amarilla.
La habitación era espaciosa, y tendría unos treinta metros cuadrados; la plataforma para dormir se levantaba en un extremo, sin tocar la pared. Las paredes eran de piedra oscura, y había bulbos de energía fijos en ellas; los muebles parecían consistir, principalmente, en dos o tres grandes armarios apoyados contra una pared. No había ventanas. El aspecto general era austero. La habitación no tenía puertas, pero sí un gran portal, quizá de unos cuatro metros de ancho y cinco de alto. Más atrás del mismo, se abría un ancho corredor.
—Por favor —dijo la joven.
Le solté la mano.
Era agradable mirarla. Tenía los cabellos muy claros, del color de la paja en verano. Los ojos azules y de mirada torva. Los labios llenos y rojos, capaces de conmover el corazón de un hombre; eran labios sensuales, contenidamente rebeldes, quizás sutilmente despectivos.
Al lado de la joven, en el suelo, había una jofaina de bronce pulido llena de agua, una toalla y una navaja de afeitar goreana.
Me froté el mentón.
Mientras dormía me había afeitado.
La joven vestía una larga y sencilla túnica blanca sin mangas. Alrededor del cuello, un elegante pañuelo de seda blanca.
—Soy Vika —exclamó—, tu esclava.
Me incorporé en la cama, y crucé las piernas al estilo goreano sobre la plataforma de piedra. Sacudí la cabeza para disipar el sueño.
La joven se puso de pie y llevó la jofaina de bronce a un vertedero que estaba en el rincón del cuarto, y allí la vació.
Después, acercó la mano a un disco de cristal fijo en la pared, y por una abertura disimulada brotó agua. Lavó la jofaina, volvió a llenarla, y retiró una toalla de fino hilo de un armario tallado puesto contra la pared. Luego me ofreció el líquido, que bebí. Me limpié la cara con la toalla. Finalmente, la joven recogió la navaja, las toallas que yo había usado y la jofaina y se dirigió a un costado de la habitación.
Allí, con un movimiento de la mano, pero sin tocar la pared abrió un pequeño panel circular donde dejó caer las dos toallas que yo había usado. Cuando éstas desaparecieron, el panel circular se cerró.
Después, regresó a la plataforma de piedra, y se arrodilló ante mí, aunque a varios metros de distancia.
Nos miramos, sin hablar.
En sus ojos se manifestaba una cólera impotente. Le sonreí, pero ella no me respondió, y en cambio apartó los ojos, enojada.
Con un gesto imperioso le ordené que se acercara.
Me miró con actitud de desafío, pero acató la orden, y se arrodilló al lado de la plataforma de piedra. Yo, que continuaba aún sentado en la plataforma con las piernas cruzadas, me incliné hacia adelante y le tomé la cabeza entre las manos, acercándola a la mía. Los labios sensuales apenas se entreabrieron, tuve profunda conciencia de su respiración, que me pareció entonces más honda y veloz. Aparté las manos de su cabeza, pero ella permaneció en el sitio en que yo la había puesto. Con un movimiento lento retiré de su cuello el pañuelo de seda blanca.
Sus ojos se nublaron irritados por las lágrimas.
Como había previsto, alrededor del cuello llevaba el fino collar de la esclava goreana.
—Ya lo ves —dijo la joven—, no te mentí.
—Tu conducta —dije— no sugiere que seas una esclava.
—De todos modos —replicó Vika—, soy esclava. ¿Deseas ver mi marca? —preguntó despectivamente.
—No —dije.
Pero en su collar no llevaba escrito el nombre del propietario y su ciudad, como esperaba. En cambio, vi el signo goreano que correspondía al número 708.
—Puedes hacer conmigo lo que quieras —dijo la joven—. Mientras estés en esta habitación, te pertenezco.
—No comprendo —dije.
—Soy una esclava de la cámara —contestó.
—No comprendo —repetí.
—Significa que estoy confinada a este cuarto, y que soy la esclava de quien entra aquí.
—Pero sin duda puedes salir.
—No —dijo con amargura—. No puedo salir.
Me acerqué al portal que se abría sobre el corredor, y extendí la mano hacia la joven. —Ven —propuse—, no hay peligro.
Corrió hacia el fondo de la habitación, y se acurrucó contra la pared. —No —exclamó.
Me reí, y me adelanté hacia ella. La sujeté y luchó como una gata salvaje. Quería convencerla de que no había peligro, de que sus temores eran infundados. Trató de arañarme la cara.
La alcé en mis brazos y comencé a llevarla hacia el portal.
—Por favor —murmuró, con la voz ronca de terror—. ¡Por favor, amo, no, no, amo!
Su voz tenía una expresión tan lastimera que abandoné mis propósitos y la solté.
Se derrumbó a mis pies, temblando y gimiendo, y apoyó la cabeza contra mi rodilla.
—Por favor, no, amo.
—Muy bien —dije.
—¡Mira! —exclamó, señalando el gran portal.
Miré, pero sólo vi los costados de piedra del portal, y a cada lado tres cúpulas rojas y redondas, cada una de unos diez centímetros de ancho.
—Son inofensivas —dije, pues ya había pasado por allí sin daño alguno.
De nuevo hice la prueba, salí y volví a entrar.
—Ya lo ves —repetí—, son inofensivas.
—Para ti —dijo ella—, no para mí.
—¿Por qué no?
La joven meneó la cabeza.
—Dímelo —ordené con voz severa.
Ella me miró: —¿Es una orden? —preguntó.
Yo no deseaba imponerme de ese modo. —No —contesté.
—Entonces —replicó Vika—, no te lo diré.
—Bien, en ese caso te lo ordeno. Habla, esclava. Obedece.
—Quizás lo haga —dijo Vika.
Irritado, me acerqué y la aferré. Me miró en los ojos y tembló. Comprendió que tenía que hablar. Bajó la cabeza, sumisa. —Obedezco —dijo— amo.
La solté, y se volvió otra vez, tratando de poner distancia.
—Hace mucho —dijo—, cuando vine a las Montañas Sardar y descubrí el palacio de los Reyes Sacerdotes, era una muchacha joven y tonta. Pensé que los Reyes Sacerdotes tenían grandes riquezas, y que con mi belleza… —Se volvió y me miró— porque soy bella, ¿verdad?
—Sí —respondí—, eres bella.
Rió amargamente.
—Sí —continuó diciendo—, armada con mi belleza quise venir a las Montañas Sardar y adueñarme de las riquezas y el poder de los Reyes Sacerdotes, porque los hombres siempre habían querido servirme, darme lo que yo deseaba, ¿y acaso los Reyes Sacerdotes no eran hombres?
La gente tenía extrañas razones para entrar en las Sardar, pero la de esta joven llamada Vika me parecía realmente increíble. Ese plan sólo podía habérsele ocurrido a una muchacha ambiciosa y arrogante, y tal vez, como ella misma había dicho, a una persona tan joven y tonta.
—Quería ser la Ubara de todo Gor —dijo riendo—, que me sirvieran los Reyes Sacerdotes.
No dije nada.
—Pero cuando llegué a las Sardar… —se estremeció, movió los labios, pero parecía incapaz de proseguir.
Me acerqué, le pasé el brazo sobre los hombros, y esta vez no se resistió.
—Allí —dijo—, señalando las pequeñas cúpulas redondas a los costados del portal.
—No entiendo.
Se desprendió de mis brazos y se acercó al portal.
Cuando estaba a un metro de la salida, aproximadamente, las pequeñas cúpulas rojas comenzaron a resplandecer.
—Aquí, en las Sardar —dijo, volviéndose hacia mí, temblorosamente—, me llevaron a los túneles y me pusieron sobre la cabeza un horrible globo de metal con luces y alambres. Cuando me liberaron me mostraron una placa de metal y me dijeron que allí estaba registrado el funcionamiento de mi cerebro, desde mis recuerdos más antiguos y primitivos…
Escuché atentamente, porque sabía que aún perteneciendo a la casta superior, era posible que la joven hubiese comprendido muy poco de todo lo que le había ocurrido. Los Reyes Sacerdotes permiten a las castas superiores de Gor sólo el Segundo Conocimiento, y los miembros de las castas inferiores solamente pueden poseer el Primer Conocimiento, más rudimentario. Había sospechado que existía un Tercer Conocimiento, el reservado a los Reyes Sacerdotes, el relato de la joven parecía justificar la conjetura. No podía comprender los complicados procesos de la máquina que ella mencionaba, pero su propósito y los principios teóricos que eran su fundamento me parecían bastante claros. La máquina seguramente era un explorador cerebral de algún tipo, que registraba en tres dimensiones los microestados del cerebro, y sobre todo los de las capas más profundas y menos alterables. Bien ejecutada la placa resultante debía ser un registro más característico aún que las huellas digitales, algo tan único y personal como su propia historia.
—Esa placa —continuó diciendo la joven— se conserva en los túneles de los Reyes Sacerdotes, pero éstos… —se estremeció e indicó las cúpulas redondas, que sin duda eran sensores de algún tipo— son los ojos.
—Hay cierta conexión, quizá nada más que un rayo de determinado tipo, entre la placa y esas células —dije. Me acerqué y examiné las cúpulas.
—Hablas de un modo extraño —dijo la joven.
—¿Qué ocurriría si tú pasaras entre ellas? —pregunté.
—Me lo mostraron —dijo, con los ojos desorbitados a causa del horror— ordenando que pasara entre ellas a una joven que no había obedecido las órdenes.
De pronto, me sobresalté.
—¿Ellos ordenaron? —pregunté.
—Los Reyes Sacerdotes —replicó la muchacha.
—Pero hay un solo Rey Sacerdote —dije—, que se llama Parp.
Vika sonrió, pero no me contestó.
Tal vez antes el número de Reyes Sacerdotes había sido más elevado. Y Parp era uno de los últimos. No dudaba que las macizas estructuras del palacio de los Reyes Sacerdotes eran el producto de más de un individuo.
—¿Qué le ocurrió a la muchacha? —pregunté.
Vika se estremeció. —Fue como si la atacaran los cuchillos y el fuego —dijo.
—¿Intentaste protegerte? —pregunté, los ojos fijos en la jofaina de bronce que ahora estaba contra la pared.
—Sí —dijo—, pero el ojo sabe. Sonrió de mala gana. Puede ver a través del metal.
Vika se acercó a la pared, y recogió la jofaina de bronce. La sostuvo ante la cara, y se aproximó al portal. De nuevo las cúpulas redondas comenzaron a resplandecer.
—Ya lo ves —dijo—, lo sabe. Puede ver a través del metal.
En mi fuero interno felicité a los Reyes Sacerdotes por la eficacia de sus recursos. Al parecer, los rayos que emanaban de los sensores y que eran invisibles al ojo humano, tenían poder para penetrar por lo menos en las estructuras moleculares comunes. Se parecían bastante a los rayos X.
Vika me miró con hostilidad. —Hace nueve años que estoy prisionera en este cuarto —dijo.
—Lo siento —respondí.
—Vine a las Sardar —se rió— para conquistar a los Reyes Sacerdotes y despojarlos de su riqueza y su poder.
Corrió hacia la pared del fondo, y se echó a llorar.
—Y en cambio —gritó—, ¡sólo conseguí estos muros piedra y el collar de acero de una esclava!
Al fin, se tranquilizó y me miró con curiosidad. —Antes —dijo—, los hombres buscaban complacerme, pero ahora soy yo quien debe complacerlos.
Sus ojos me miraron, creo que con cierto atrevimiento, como invitándome a ejercer mi autoridad sobre ella, a impartirle la orden que me pareciese más grata, una orden que ella no tendría más remedio que acatar.
Tenía conciencia del encanto de su carne, del evidente desafío de sus ojos y su actitud.
Parecía decirme: “No puedes dominarme”.
Me pregunté cuántos hombres habrían fracasado.
Encogiéndose de hombros, se acercó al costado de la plataforma para dormir, y recogió el pañuelo de seda blanca que yo le había quitado del cuello. Volvió a ponérselo, ocultando el collar.
—No uses el pañuelo —dije amablemente.
—Quieres ver el collar —dijo con voz sibilante.
—En ese caso, si lo deseas úsalo.
Me miró asombrada.
—Pero no creo que debas hacerlo —insistí.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque eres más bella sin el pañuelo —expliqué—. Además, lo más importante es que el hecho de que ocultes un collar no equivale a eliminarlo.
—No —dijo—, supongo que no es lo mismo. Cuando estoy sola —dijo—, imagino que soy libre, y que soy una gran dama, la Ubara de una gran ciudad, incluso de Ar… pero cuando un hombre entra en mi habitación, vuelvo a ser una esclava.
—Conmigo —dije amablemente—, eres libre.
Me miró despectivamente. —En esta habitación antes que tú entraron cien hombres —dijo—, y ellos me enseñaron… y me enseñaron bien… que llevo puesto el collar.
—De todos modos —insistí—, conmigo eres libre.
—Y después de ti, vendrán cien más —dijo.
—Pero mientras —sonreí—, te otorgo tu libertad.
—Para ocultar un collar —dijo en tono de burla—, no para quitármelo.
—Muy bien —admití—, en efecto, eres esclava.
Entonces, su antigua insolencia retornó. —En ese caso, úsame —dijo con amargura—. Enséñame el significado del collar.
En verdad, me maravillé. A pesar de sus nueve años de cautiverio, de su confinamiento en esa cámara, Vika era todavía una joven obstinada y arrogante, una joven que tenía perfecta conciencia de que su carne no había sido conquistada, y del poder extraño que su belleza ejercía sobre los hombres, de su capacidad para torturarlos y enloquecerlos. Allí estaba ante mí, la joven bella y rapaz que mucho antes había llegado a las Sardar para sojuzgar a los Reyes Sacerdotes.
—Después —dije.
Parecía que la cólera la ahogaba.
No sentía antipatía hacia ella, pues me resultaba tan irritante como bella. Comprendía que una joven orgullosa e inteligente debía sentirse humillada por la indignidad de su situación, por su condición de esclava que debía someterse a los hombres que los Reyes Sacerdotes le enviaran; pero consideraba que por grave que fuese la situación, no era una excusa que justificara la profunda hostilidad con que me miraba. Después de todo, yo también era un prisionero de los Reyes Sacerdotes, y no había pedido ir a esa cámara.
—¿Cómo llegué a esta cámara? —pregunté.
—Te trajeron —contestó.
—¿Los Reyes Sacerdotes? —le pregunté.
—Sí —dijo.
—¿Parp? —pregunté.
Se limitó a sonreír.
—¿Cuánto dormí? —pregunté.
—Mucho —dijo la joven.
—¿Cuánto tiempo? —insistí.
—Quince ahns —respondió.
El día goreano está dividido en veinte ahns. Es decir que había dormido casi un día.
—Bien, Vika —dije—, creo que ahora podré usarte.
—Muy bien, amo —respondió la joven con una expresión profundamente irónica. Con su mano soltó el broche que aseguraba la túnica sobre el hombro izquierdo.
—¿Sabes cocinar? —pregunté.
—Sí —replicó ásperamente. Manipuló irritada el broche, pero la cólera le entorpecía los dedos. Me miró con ojos ardientes.
—Prepararé comida —dijo.
—Date prisa, esclava —ordené.
Los hombros le temblaron de cólera.
—Ya veo —dije— que debo enseñarte el significado de tu collar.
Avancé un paso, y Vika se volvió con un grito y corrió hacia el fondo de la habitación.
Mi risa resonó vibrante.
Casi al instante Vika recuperó el control de sí misma y enderezó la cabeza. Mi mirada se encontró con la suya.
Publicado por Marlenus de Ar en 11:01 0 comentarios

6-Cuando los reyes sacerdotes caminan

6 -CUANDO LOS REYES SACERDOTES CAMINAN





Vika sabía cocinar y me agradó su comida. En gabinetes disimulados, a un costado de la habitación, había depósitos de alimentos. Se abrían del mismo modo que las restantes aberturas que había observado antes.
Cuando se lo ordené, Vika me mostró el modo de abrir y cerrar los artefactos de almacenamiento y eliminación de su extraña cocina.
También aprendí que la temperatura del agua que brotaba del grifo empotrado en la pared estaba regulada por la dirección en que la sombra de una mano se proyectaba sobre una célula sensible a la luz, puesta sobre el grifo; la cantidad de agua estaba en relación con la velocidad con que la mano pasaba frente al sensor. Me interesó ver que se recibía agua fría con una sombra que pasaba de derecha a izquierda, y agua caliente con una sombra que realizaba el movimiento inverso. Recordé los grifos de la Tierra donde el agua caliente sale a la izquierda y el agua fría a la derecha. No dudaba en que hubiera una razón común en la base de estas disposiciones análogas en Gor y la Tierra. Se usa más agua fría que caliente, pues la mayoría de los individuos que usan agua son diestros.
El alimento que Vika extrajo del depósito no estaba refrigerado, sino protegido por algo parecido a una lámina de plástico azul. Eran artículos frescos y apetitosos. En primer lugar, Vika hirvió y aderezó una marmita con sullage, una sopa goreana usual formada por tres ingredientes comunes y, según se afirma, todo lo que se quiera agregar después, exceptuando claro está, las piedras del camino.
La carne era un bistec, extraído de un bosko, un enorme y peludo bovino de cuernos largos, que forma grandes manadas en las llanuras de Gor. Vika coció la carne, gruesa como el antebrazo de un guerrero, sobre una pequeña parrilla de hierro, puesta sobre un fuego de cilindros de carbón.
Además del sullage y el bistec de Gor, estaba la inevitable hogaza chata y redonda del pan amarillo de Sa-Tarna. Completó la comida un puñado de uvas y un trago de agua servida del grifo de la pared.
Las uvas eran de color púrpura, y supongo que eran uvas Ta, cultivadas en los viñedos bajos de la isla de Cos, a unos cuatrocientos pasangs de Puerto Kar. Una sola vez las había probado antes, durante un festín ofrecido en mi honor por Lara, que era Tatrix de la ciudad de Tharna. Si en efecto eran las mismas uvas, tenían que haber viajado en galera de Cos a Puerto Kar, y de éste a la Feria de En’Kara. Puerto Kar y Cos son enemigos ancestrales, pero eso no impide un activo y provechoso contrabando. Aunque quizá no eran uvas Ta, pues Cos estaba muy lejos, y no era probable en vista de la distancia, que las frutas conservasen su frescura. Me extrañó que sólo hubiese agua para beber, y no me sirvieran las bebidas fermentadas de Gor, por ejemplo: Paga, vino Ka-la-na o Kal-da. Miré a Vika.
No se había preparado una porción para ella misma, y después de servirme se arrodilló en silencio a un costado, en la posición de una esclava.
Digamos, de paso, que en Gor las sillas tienen un significado especial, y no aparecen a menudo en las viviendas privadas. En general se las reserva para los personajes importantes, por ejemplo: los Administradores y los jueces.
El varón goreano cuando quiere estar cómodo, generalmente se sienta con las piernas cruzadas, y la mujer se arrodilla, y se sienta sobre los talones. La posición de la esclava que había adoptado Vika arrodillada, difiere de la posición de la mujer libre sólo por el lugar que ocupan las muñecas, apoyadas sobre los muslos, y cruzadas como si estuvieran sujetas por ligaduras. Las muñecas de una mujer libre nunca adoptan esa pose.
Por otra parte, la posición de la esclava de placer difiere de la posición de la mujer libre y de la esclava común. Las manos de una esclava de placer normalmente descansan sobre los muslos, pero creo que en ciertas ciudades, por ejemplo en Thentis, están cruzadas a la espalda. Lo más importante es pues que las manos de una mujer libre también pueden descansar sobre los muslos, pero hay cierta diferencia en la posición de las rodillas. En todas esas posiciones arrodilladas, incluso cuando se trata de la esclava de placer, la mujer goreana consigue sentirse cómoda; mantiene la espalda erguida y el mentón alto.
—¿Por qué sólo podemos beber agua? —pregunté a Vika.
Se encogió de hombros. —Imagino —dijo— que a causa de que la esclava de la cámara está sola gran parte del tiempo.
La miré, sin entender bien.
—Así, sería muy fácil —dijo.
Comprendí mi tontería. Por supuesto, las esclavas de las cámaras no podían apelar a la embriaguez, porque si lo hacían, aunque fuera con el propósito de aliviar su servidumbre, con el tiempo su belleza y su utilidad para los Reyes Sacerdotes comenzarían a disminuir.
—Entiendo —dije.
—El alimento llega sólo dos veces por año —explicó.
—¿Lo traen los Reyes Sacerdotes? —pregunté.
—Eso creo —dijo.
—¿Pero no lo sabes?
—No —contestó—. Una mañana despierto, y allí está el alimento.
—Imagino que lo trae Parp —insistí.
Me miró, un tanto divertida.
—Parp, el Rey Sacerdote —aclaré.
—Sí.
—Entiendo.
Casi había concluido la comida. —Te comportaste bien —la felicité—. La comida es excelente.
—Por favor —dijo—, tengo hambre.
La miré, atónito. No se había preparado nada, y por eso había supuesto que estaba satisfecha, o que no tenía apetito, o que después prepararía su propio alimento.
—Prepárate algo —dije.
—No puedo —contestó—. Puedo comer únicamente lo que tú me des.
Maldije mi propia estupidez.
¿A tal extremo era un guerrero goreano que podía ignorar los sentimientos de un semejante, y sobre todo los de una joven que necesitaba atención y cuidado?
—Lo siento —dije.
—¿No tenías el propósito de castigarme? —preguntó.
—No —dije.
—En ese caso, mi amo es un tonto —observó, y extendió la mano hacia la carne que yo había dejado en mi plato.
Le aferré la muñeca.
—Ahora sí pienso castigarte —dije.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. —Muy bien —dijo retirando la mano.
Esa noche Vika pasaría hambre.

Aunque era tarde, me dispuse a salir de la habitación. Por desgracia, no había luz natural en el cuarto, y por lo tanto no podía juzgarse la hora por el sol o las estrellas o las lunas de Gor. Desde que me había despertado, los bulbos de energía continuaban encendidos con una intensidad constante.
En uno de los armarios puestos contra la pared había encontrado, entre los atavíos de diferentes castas, una túnica de guerrero. Me la puse, pues la mía había sido destrozada por las garras del larl.
Vika había desenrollado una estera de paja, y la tendió a los pies de la gran cama de piedra. Sentada allí, envuelta en una manta liviana, el mentón apoyado en las rodillas, me miraba.
Una gran argolla se hallaba fija a la base del lecho de piedra, y si se me antojaba podía encadenarla.
—No pensarás salir de la cámara, ¿verdad? —preguntó Vika. Eran las primeras palabras que había pronunciado después de la comida.
—Sí —dije.
—Pero no puedes hacerlo.
—¿Por qué? —pregunté, alerta.
—Está prohibido —dijo.
—Entiendo —observé.
Comencé a caminar hacia la puerta.
—Cuando los Reyes Sacerdotes deseen verte, vendrán a buscarte —insistió la joven—. Hasta entonces, tienes que esperar.
—No me interesa esperar.
—Pero tienes que hacerlo —insistió, y se puso de pie.
Me acerqué a ella y apoyé mis manos en sus hombros. —No temas tanto a los Reyes Sacerdotes —dije.
Advirtió que mi decisión no había variado.
—Si vuelves —dijo—, por lo menos regresa antes del segundo gong.
—¿Por qué? —pregunté.
—Por ti mismo —aclaró, bajando la mirada.
—No temo —expliqué.
—Entonces, hazlo por mí.
—Pero, ¿por qué?
Pareció confundida. —Temo estar sola —dijo.
—Pero seguramente estuviste sola muchas noches —señalé.
Me miró, y no pude interpretar la expresión de sus ojos inquietos. —Siempre tengo miedo —dijo.
—Ahora, tengo que marcharme —repliqué.
De pronto, a lo lejos, oí el rumor del gong que ya había oído antes, en el gran salón de los Reyes Sacerdotes.
Vika me sonrió: —Ya lo ves —dijo aliviada—, es demasiado tarde. Tienes que quedarte aquí.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque muy pronto se oscurecerán los bulbos de energía —aclaró—, y esas son las horas autorizadas para dormir.
—¿Por qué tengo que quedarme aquí? —insistí.
Se oyó el segundo tañido del gong lejano, y pareció que Vika temblaba en mis brazos.
Los ojos se le agrandaron de miedo.
La sacudí salvajemente. —¿Por qué? —grité.
Apenas podía hablar. Su voz era un murmullo. —Porque después del gong… —empezó.
—¿Sí? —pregunté.
—…caminan… —dijo.
—¿Quiénes?
—¡Los Reyes Sacerdotes! —gritó la joven, y se apartó de mí.
—No temo a Parp —dije.
Se volvió y me miró.
—Él no es un Rey Sacerdote —explicó.
Y entonces llegó el tercer toque del gong lejano, y en el mismo instante los bulbos de energía del cuarto se amortiguaron, y comprendí que ahora en los enormes Reyes Sacerdotes de Gor, los

corredores del vasto edificio caminaban los Reyes Sacerdotes de Gor.

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