31 - LA VENGANZA DE SARM


 Se convino el lugar de la reunión. Era una de las plazas del sector controlado por las fuerzas de Sarm.

Misk debía ir solo a la plaza, y allí se reuniría conmigo y con Sarm. Nadie debía portar armas. Misk tenía que rendirse a Sarm, y yo quedaría en libertad. Pero sabía que Sarm no tenía la más mínima intención de cumplir su palabra. Su plan era matar a Misk, destruyendo así la dirección del bando contrario, y después entregarme como esclavo a Vika, o lo más probable, también matarme.
Cuando abrieron mis cadenas, Sarm me informó que la cajita que él llevaba consigo activaba mi red del control, y que al primer signo de desobediencia o dificultad se limitaría a mover la llave de energía… es decir, quemaría mi cerebro.
Contesté que había entendido bien.
A pesar del acuerdo acerca de las armas, Sarm colgó de su traductor, oculto por este artefacto e invisible por lo tanto, un tubo de plata.
Comprobé sorprendido que Vika de Treve reclamaba el privilegio de acompañar a su amo. Quizá temía que me mataran, y así se la privase de la venganza que había esperado tanto tiempo. Sarm quería negarse, pero ella lo convenció. Su frase decisiva fue: —¡Quiero ver el triunfo de mi amo!—. Ese argumento pareció persuadir a Sarm, y así Vika se incorporó a nuestro grupo.
Me obligaron a caminar diez o doce pasos delante de Sarm, que mantenía uno de sus apéndices cerca de la caja de control, la misma que según él creía podía activar la red que teóricamente estaba incorporada a mi tejido cerebral. Vika caminaba al lado de Sarm.
Poco después vi aparecer en la plaza la figura alta y mesurada de Misk.
Misk se detuvo, y nosotros hicimos lo mismo.
Reanudamos la marcha, y mientras él aún estaba fuera del alcance del tubo de plata de Sarm, pero ya podía oírme, corrí hacia adelante, con los brazos en alto. —¡Vuelve! —grité—. ¡Es una trampa! ¡Vuelve!
Misk se detuvo. Oí detrás del traductor de Sarm: —Mul, por esto que hiciste morirás.
Me volví y vi a Sarm con el cuerpo contorsionado por la cólera. —Muere, mul —dijo Sarm.
Pero yo me mantenía de pie, sereno e ileso, frente a él.
Sarm comprendió inmediatamente que había sido engañado, y arrojó lejos la caja de control. Había decidido apelar al tubo de plata.
Todos mis músculos se pusieron en tensión, esperando el golpe súbito de la andanada, ese torrente incandescente, que me destruiría.
Oprimió el disparador, pero el tubo no produjo ningún disparo. De nuevo, desesperado, Sarm accionó el arma.
—¡No dispara! —dijo la voz del traductor de Sarm, y todo su rostro expresaba asombro.
—No —exclamó Vika—, lo descargué esta mañana.
La joven corrió hacia mí, y de sus sedas de muchos colores surgió mi espada, y Vika se arrodilló ante mí, inclinó la cabeza y depositó el arma en mis manos. —¡Cabot, mi amo! —exclamó.
Acepté la espada.
—Levántate —dije—, Vika de Treve… Ahora eres una mujer libre.
—No comprendo —repitió el traductor de Sarm.
—¡Vine aquí para ver triunfar a mi amo! —gritó Vika de Treve, con voz conmovida.
—Por eso has perdido la batalla —dije.
Sarm me arrojó a la cabeza el tubo de plata, y yo lo esquivé. Después, vi sorprendido cómo Sarm se volvía, y aunque yo no era más que un ser humano, él huía de la plaza.
Vika estaba en mis brazos, sollozando.
Un momento después Misk regresó con nosotros.

La guerra había concluido.
Sarm desapareció, y así se derrumbó la oposición a Misk. Los Reyes Sacerdotes que lo habían seguido, en general habían creído que esa actitud era necesaria para salvar el Nido. Pero ahora, con la desaparición de Sarm, Misk, aunque era sólo el Quintogénito, representaba la más elevada jerarquía, y por lo tanto todos le debían fidelidad.
Durante los últimos cinco días Misk y yo habíamos tratado de decidir cómo organizaríamos el Nido una vez concluida la guerra. En primer lugar, era necesario restablecer los servicios y su capacidad para asegurar la vida de los Reyes Sacerdotes y los humanos. El problema más difícil era crear un sistema político que permitiese que dos especies tan diferentes habitaran en paz en el mismo lugar. Misk estaba dispuesto a que los humanos tuviesen voz en los asuntos del Nido; y también a permitir el retorno a sus ciudades de aquellos que no desearan permanecer en el Nido.
Estábamos discutiendo estos asuntos cuando de pronto todo el suelo del compartimento pareció temblar y resquebrajarse.
—¡Un terremoto! —exclamé.
—Sarm no ha muerto —dijo Misk—. Llegó el estrépito lejano de los edificios que comenzaban a derrumbarse. Quiere destruir el Nido —afirmó Misk—, y quizá desintegrar el planeta.
—¿Dónde está? —pregunté.
—En la Planta de Energía —contestó Misk.
Avancé entre los escombros y ascendí al primer disco de transporte que pude hallar. Aunque el camino que el artefacto debía seguir estaba interrumpido y sembrado de escombros, el colchón de gas sobre el cual el disco se desplazaba le permitía esquivar los obstáculos y avanzar sin interrupción.
Poco después llegué a la Planta de Energía, descendí del disco y corrí hacia las puertas. Estaban cerradas con llave, pero en pocos minutos encontré un conducto de ventilación y arranqué la reja que cerraba el paso. Después de recorrer el conducto, de un puntapié eliminé otra reja, y descendí a la gran sala abovedada de la Planta de Energía. Allí no encontré a Sarm. Me acerqué a las puertas de la cámara central, y con un empujón de todo mi cuerpo conseguí abrirlas. Ahora, Misk y sus ingenieros podrían entrar en la habitación. Apenas acababa de asomar la cabeza cuando un chorro de fuego de un tubo de plata calcinó la puerta, pocos centímetros sobre mi cabeza. Alcé los ojos y vi a Sarm en el angosto pasaje que se elevaba alrededor de la gran cúpula azul que era la cubierta de la fuente de energía. Otro impacto de fuego tocó la puerta, esta vez más cerca, y envió al suelo un chorro de metal fundido. Corrí en zigzag esquivando los disparos, y llegué al costado de la cúpula, de tal modo que Sarm, que estaba a varios metros más arriba, no podía alcanzarme con su fuego.
Desde allí, alcanzaba a verlo, a un costado de la cúpula azul que cubría la fuente de energía —una figura dorada en la estrecha pasarela que estaba cerca de la cima—. Me disparó, pero sólo consiguió practicar un orificio en la cúpula, dejando al descubierto la fuente de energía, y el mismo chorro de energía destruyó el sector de la cúpula detrás de la cual yo me había refugiado. Un segundo disparo agravó el daño, de modo que cambié de posición. Ahora, Sarm pareció desinteresarse de mí, quizá porque creía que estaba muerto, y más probablemente para conservar la carga del tubo de plata, destinada a fines más importantes.
En efecto, comenzó a destruir metódicamente los paneles desplegados frente a la cúpula, y destrozó un área tras otra. Mientras estaba en eso, todo el Nido parecía conmoverse, y de los paneles brotaban lenguas de fuego. Después, disparó una andanada directamente a la fuente de energía, y ésta comenzó a agitarse y a emitir chorros de fuego púrpura que casi alcanzaban el orificio practicado por Sarm en la esfera. A un costado apareció una imprecisa forma dorada, uno de los Escarabajos, que sin duda confundido y aterrorizado había entrado en la Planta de Energía procedente de uno de los túneles, a través de la puerta que yo había abierto para Misk y su gente. ¿Dónde estaban? Cabía presumir que los túneles se habían derrumbado, y que ahora Misk y sus Reyes Sacerdotes trataban de abrirse paso para llegar a la Cámara de la Planta de Energía.
Sarm continuaba disparando largas andanadas de fuego a los paneles distribuidos en los muros, sin duda para destruir los instrumentos.
Abandoné mi refugio y corrí hacia la pasarela. Poco después estaba subiendo por el estrecho sendero que rodeaba la superficie del globo, el mismo que ahora apenas contenía la furia frenética y burbujeante de la fuente de energía.
Ascendí rápidamente por el angosto camino, y pronto pude ver la figura de Sarm, que se recortaba en la cima misma de la cúpula, el lugar donde tiempo atrás me había mostrado la majestad de las realizaciones de los Reyes Sacerdotes, donde una vez había aludido a las modificaciones de la red ganglionar, gracias a las cuales su gente había conquistado el enorme poder que ahora poseía. No advirtió mi cercanía, quizá porque no creía que yo fuese tan tonto que sin armas me atreviese a enfrentarlo.
De pronto se volvió y me vio, y casi en el mismo instante disparó su arma. Rodé por el sendero, y después la curva de la cúpula se interpuso entre el Rey Sacerdote y yo. El arma disparó de nuevo, y practicó un orificio en la cúpula, varios metros más abajo. Dos veces más Sarm disparó y otras dos veces salté de un lado a otro, tratando de mantener la superficie del globo entre mi persona y el rayo. Después, vi que se volvía y reanudaba sus disparos contra los paneles. Entonces comencé el ascenso. Pude ver cómo se atenuaba la llama del tubo de plata y por último desaparecía; comprendí que al final había agotado la carga.
Me pregunté qué podría hacer ahora Sarm.
Con movimientos lentos continué subiendo, y evité con mucho cuidado las partes arruinadas del sendero que llevaba a la cima de la cúpula.
Aparentemente, Sarm no tenía prisa. Estaba dispuesto a esperarme. Lo vi arrojar el tubo de plata, y éste cayó por uno de los grandes orificios practicados en el globo y desapareció en la violenta y burbujeante masa púrpura que hervía debajo.
Finalmente, me detuve, a unos diez metros del Rey Sacerdote.
Estaba mirándome, y sus antenas se orientaron hacia mí, y se irguió cuan alto era.
—Sabía que vendrías —dijo.
A la izquierda, un muro comenzó a derrumbarse. Una nube de polvo envolvió durante un momento la figura de Sarm.
—Estoy destruyendo el planeta —dijo.
—Ya cumplió su propósito —dije. Me miró.
—Albergó al Nido de los Reyes Sacerdotes, pero ahora ellos ya no existen… sólo quedo yo, Sarm.
—En el Nido todavía hay muchos Reyes Sacerdotes —dije.
—No —replicó—, hay sólo uno, el Primogénito, Sarm… aquel que no traicionó al Nido, el que fue bien amado de la Madre, el que conservó y honró las antiguas verdades de su pueblo.
Más piedras cayeron del techo de la cámara y rebotaron sobre la superficie de la desgarrada cúpula azul.
—Has destruido el Nido —dijo Sarm mirándome con ojos desorbitados—. Pero ahora, yo te destruiré.
Desenvainé la espada.
Sarm aferró la barra de acero que formaba la baranda a la izquierda del camino y con la fuerza increíble de los Reyes Sacerdotes, de un solo movimiento arrancó un pedazo de alrededor de seis metros.
Retrocedí un paso, y Sarm comenzó a avanzar.
—Primitivo —dijo Sarm, mirando la barra de acero que sostenía, y luego volvió los ojos hacia mí, enroscando las antenas—, pero apropiado.
Comprendí que no podía continuar retrocediendo, porque Sarm era mucho más veloz que yo, y estaría sobre mí antes de que pudiese dar media vuelta. No podía saltar a los costados porque allí encontraría únicamente la suave curva del globo azul, y la caída hasta el suelo significaba una muerte segura.
Y frente a mí estaba Sarm, el arma preparada para golpear. Si me hubiese atrevido a apartar los ojos de él, habría podido apreciar la maravilla del Nido y la destrucción que lo consumía. En el aire había nubes de polvo, las paredes se derrumbaban y las piedras caían al suelo, y el propio globo y el camino que lo rodeaba parecían estremecerse.
—Golpea —dije—, y acabemos de una vez.
Sarm alzó la barra de acero y yo percibí la asesina intensidad que transformaba todo su ser, y cómo cada una de esas fibras doradas se preparaba para entrar en acción, el momento en que la larga barra aplastaría mi cuerpo.
Me agazapé, empuñando la espada, esperando el golpe.
Pero Sarm no atacó.
Vi asombrado que descendía la barra de acero, y Sarm se inmovilizaba súbitamente en una actitud de profunda percepción. Se le movieron las antenas, y cada uno de los vellos sensoriales de su cuerpo se agitó y alargó. De pronto, pareció que se le debilitaban los miembros.
—Mátalo —dijo—. Mátalo.
Entonces, también yo percibí algo, y me volví.
Detrás, subiendo por el estrecho camino, apoyado en sus seis pequeñas patas, estaba el Escarabajo de Oro que yo había visto abajo.
Los pelos de la melena de su lomo estaban erguidos como antenas, y se movían con el mismo ritmo suave que las plantas submarinas cuando las agitan las corrientes de agua del mar.
El olor narcótico que emanaba de esa cabellera móvil llegó hasta mí, pese a que yo me encontraba en una atmósfera de aire fresca, cerca de la cima del gran globo azul.
—Mátalo, Cabot —dijo la voz del traductor de Sarm—. Cabot, por favor. El Rey Sacerdote no podía moverse. —Eres humano —continuó el traductor—. Puedes matarlo. Mátalo, Cabot, por favor.
Me aparté a un lado, y aferré la baranda del camino.
—No está bien —dije a Sarm—. Es un grave delito matar a un Escarabajo de Oro.
El cuerpo pesado de la criatura pasó a mi lado, las minúsculas antenas extendidas hacia Sarm, las pinzas huecas abiertas.
—Cabot —dijo el traductor de Sarm.
—De este modo —dije—, los hombres usan contra ellos los instintos de los Reyes Sacerdotes.
—Cabot… Cabot… Cabot… —dijo el traductor.
Entonces, cuando el escarabajo se aproximó a Sarm, el Rey Sacerdote se acostó en el suelo, casi como si estuviera de rodillas y súbitamente hundió el rostro y las antenas entre los pelos móviles del Escarabajo de Oro.
Vi cómo las mandíbulas huecas aferraban y herían el tórax del Rey Sacerdote.
Más polvo de rocas se interpuso entre mi persona y la pareja unida en el abrazo de la muerte.
Las antenas de Sarm estaban hundidas en los vellos dorados del escarabajo; los apéndices, con sus vellos sensoriales, acariciaban el vello dorado, e incluso Sarm tomó algunos de los pelos en su boca, y con la lengua trató de lamer la secreción que brotaba de ellos.
—El placer —dijo el traductor de Sarm—, el placer, el placer.
No pude cerrar los oídos al siniestro sonido de las mandíbulas succionadoras del escarabajo.
Ahora comprendía por qué se permitía que los Escarabajos de Oro viviesen en el Nido, por qué los Reyes Sacerdotes no los mataban, aunque eso a veces significaba su propia muerte.
Me pregunté si los vellos del Escarabajo de Oro, cargados con su secreción narcótica, eran adecuada recompensa para un Rey Sacerdote, para los milenios de ascetismo durante los cuales desvelaban los misterios de la ciencia. Si constituían una culminación aceptable para una de esas vidas prolongadas que dedicaban al Nido, a sus leyes, al deber, y a la búsqueda y la manipulación del poder.
Comprendí que los Reyes Sacerdotes tenían pocos placeres, y ahora pensé que el principal podía ser la muerte. Por una vez, como fruto de un esfuerzo supremo de la voluntad, Sarm, que era un gran Rey Sacerdote, apartó la cabeza de los vellos dorados y me miró.
—Cabot —dijo su traductor.
—Muere, Rey Sacerdote —dije en voz baja.
El último sonido que brotó del traductor de Sarm fue:
—… el placer.
Después, con el último latido espasmódico de la muerte, el cuerpo de Sarm se desprendió de las mandíbulas del Escarabajo de Oro y de nuevo se irguió en toda su gloria, con sus seis o siete metros de cuerpo dorado.
Permaneció así un momento a un paso de la cima de la gran cúpula azul que ardía y silbaba con la fuente de energía de los Reyes Sacerdotes.
Por última vez miró alrededor, y sus antenas registraron la grandeza del Nido, y después cayó a un costado y se deslizó por la superficie del globo y se hundió en la masa hirviente que estaba debajo.
El Escarabajo, letárgico e hinchado se volvió lentamente para enfrentarme.
Con un golpe de la espada le abrí la cabeza.
Permanecí allí, cerca de la cima del globo, y miré el Nido que se derrumbaba.
Abajo, cerca de la puerta de la cámara, vi las figuras doradas de los Reyes Sacerdotes, entre ellos Misk.
Me volví y comencé a descender lentamente.